La iniciación como tránsito; un cambio básico en la condición de
existencia. La iniciación a modo exigencia que llevará a la iniciada a
conformarse en un ser, diferente del que era: será otra, será nueva. En la
palabra: lugar y revelación, el retorno al útero, la muerte del ser profano en
uno pleno y consiente. La práctica ritual de iniciación es precedida por una
vuelta al caos. La muerte preparará la escritura para epifanías sucesivas del
yo y de sus deseos, por lo que el rito de escritura comienza por la comprensión
de su necesidad.
Iniciática de Karla
Rodríguez nos propone establecer el espacio primario de quien escribe en tanto
su función: una pieza de colección. El espacio se expande a medida que el texto
insiste en encontrar respuestas, determinar escenarios y definir identidades. La
colección, como espacio doméstico, se vuelve proclive a padecer y gozar lo
sobrenatural, la transmutación de quien habla. El coleccionista pareciera quedar
atrás en cuanto es mencionado, es un fantasma, solo el contexto, pues la lucha
real no se enfrentará entre coleccionista y objeto, sino entre ama y esclava.
Lucha a ratos descarnada y a otros dulce, como queriendo facilitar el tránsito
hacia el origen y al descubrimiento de una voz propia.
En esta búsqueda
las palabras se tornan armas, cuchillas, lava y tormenta.
La letra es
insegura, precaria a veces, volcada sobre una servilleta pues no desea
trascender ni formar parte de otros fragmentos de textos clasificados,
replicando el acto de la iniciada al romper con la contención de la colección.
Es letra libre, abierta y por lo mismo, poderosa. Reúne los deseos de una voz
consciente de cuánto puede hacer, transformándose en paradoja exploratoria: ¿No
sabe a dónde ir? ¿Desea el quiebre con el orden para formar un orden propio? No
hay certezas y el texto pareciera enfrentarnos a un juego constante, lleno de
dolor y deseo doliente, pero no menos gozoso.
Se confiesa
hambrienta y furiosa al perder los colmillos. Desea volver a ser animal. Toma
venganza desarmando el amor, y el fruto del mismo, desgarrando la semilla y
erradicando el destino. Su infertilidad de ceniza volcánica indica que arde, en
propiedad de cuerpo y alma, de ser indiferente al uso de las cavidades.
Ejercicio exigente, que transmuta el cuerpo, que lo estruja y lo expande. Lo
agota, y sin embargo lo levanta una y otra vez. Y frente a esta revelación el
coleccionista teme ser devorado, enfrentado y calcinado. Teme que su trampa
amorosa se abra como el vientre que rechaza al hijo por siempre no nato.
A medida que el
conocimiento de la iniciada es mayor, el horror se apodera de sí: el horror de
verse por dentro, de verse un puñado de tejidos unidos por el ansia de
reconocerse una y propia. La soledad la acompaña, una soledad de sujeto
inservible, de basural, de olvidar para qué fue concebida. Lucha entre aceptar
la libertad, la posibilidad de mirar el crimen, y el deseo de volver a la
esclavitud del sentir. De rebelarse contra la rebelión.
Quizás la libertad
la condena a sentirse en fragmento, sola, desperdigada, y le impide volver a
los espacios en blanco, a lo no dicho, lo cual, sin embargo, está presente y se
hace materia en un cuerpo insistente en su propensión al vacío, en un animal
herido y dócil, en ser domesticado y vuelto al salvajismo.
Una vez que la
soledad se ha aceptado como territorio, se reconoce su potencial de relige
sagrado, ancestral y holístico. El cuerpo ya no es vacío, sino es habitado por
todas las formas, reconociendo su migración y su independencia lingüística. Su
letra se vuelve invocación, maleficio que hace y rehace al ser y al texto
mismo. Algunas veces violento y, otras, inquietantemente apacible. De esta
forma, el acto de escritura se torna sagrario, lugar de redención y pasaje al
conocimiento, conocimiento que demuestra que el retorno a la unidad es ilusorio
y que el único origen es el viaje, por naturaleza, siempre iniciático.
Un texto pausado
y a ratos oscuro, con toda la ruta de iniciación del héroe, pero con sexo femenino
y vaciado, preparado para la consumación de un destino establecido, el ser
habitado, y por lo mismo precario, pero al mismo tiempo determinado al desalojo
y al parirse a sí misma las veces que sea necesario.
Alejandra Loyola
abril, 2013