Pero había una sentencia, una culpa
una miseria acogedora, una refugiada que nos hacía ser
en esa soledad reconocidos cuando nos improvisábamos
en estancia, en zaguán, en aire viciado
y alguien ceremoniosamente abría la puerta y nos invitaba
mostrándonos el cuartito, un tufillo de aromas mal mezclados
el encierro que tornaba mustios los claveles desgajándose
sobre la mesa del salón ante el espejo
y un olor gamuza en toda la extensión del lugar.
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